Estos insultos, que funcionan en español, podrían no significar nada en finlandés, holandés o francés de Quebec.
Y es que si crees que lo que constituye una “palabrota” es similar en el mundo entero, no estás totalmente en lo cierto.
El lenguaje pasado de tono, las groserías, la blasfemia, las obscenidades, los improperios, como quieras llamarlo, es especial.
Así como el lenguaje es la tierra en la que cultivamos nuestra vida, las groserías son como los volcanes y los géiseres que hacen erupción del manto terrestre, bajo la superficie.
Nuestras tradiciones sociales determinan qué parte de esa superficie es frágil y delgada.
No es suficiente tener ideas fuertes acerca de algo; ese algo tiene que tener asociado un poder social de dominación y una estructura de control.
El lenguaje fuerte con frecuencia implica ponerle nombre a las cosas que deseas pero no que no se supone que desees.
Como mínimo, busca causar molestia en unas estructuras sociales que parecen demasiado arbitrarias.
Tendemos a creer que las groserías son una entidad, pero en realidad sirven diferentes propósitos.
Steven Pinker, en el libro The Stuff of Thought, enumera cinco formas en las que podemos decir palabrotas: descriptivamente (como en “vamos a joder”), idiomáticamente (“está jodido”), abusivamente (“¡jódete!”), enfáticamente (“esto es que jode bonito”) o catárticamente (“¡no joda!!!” o “¡joder!”).
De hecho, ninguna de estas funciones require de una grosería.
En bikol (un lenguaje que se habla en Filipinas) hay un vocabulario especial para la rabia: muchas palabras tienen versiones alternativas que hacen referencia a la misma cosa, pero también significa que se está molesto.
En luganda (hablado en África) se pueden hacer palabras insultantes cambiando el prefijo, que hace que el sustantivo se refiera a ciertos objetos en vez de a personas.
En japonés se puede insultar a alguien de muy mala manera simplemente utilizando una forma inapropiada del pronombre “tú”.
No todo el lenguaje prohibido cuenta como grosería.
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