Se han dado diversas explicaciones sobre los motivos que los antiguos egipcios pudieron haber tenido para elevar estos misteriosos monolitos. El mayor de los que conocemos, erigido por el faraón Tutmosis III, alcanza la altura de un edificio actual de doce plantas.
Su nombre no nos dice gran cosa, pues obelisco es un término griego usado para referirse a un espetón o asador en diminutivo, de modo que en griego posee un sentido claramente irónico, pero nada explicativo. Los egipcios los llamaban ben-ben, sobre la raíz que significa “alzarse brillando”, lo que parece aludir al culto solar de Ra.
El primer obelisco que se conoce es el de Pepi I, que se levantó hace unos 4.500 años en Heliópolis, la ciudad del sol, capital religiosa del Imperio Antiguo. Esta relación con el sol condujo a una interpretación de los obeliscos, ahora desechada, según la cual habrían representado la petrificación de los rayos solares bajando al mundo.
Por el contrario, hoy se piensa más bien que estos monumentos estuvieron relacionados originalmente con el culto a las piedras alzadas, que en otras partes del mundo (la Europa megalítica, por ejemplo) se materializó en forma de menhires.
Hay algo sumamente curioso sobre esta relación: el lugar con mayor densidad de menhires se encuentra en Carnac, Francia, mientras que el de mayor densidad de obeliscos se halla en Karnak, Egipto. La obvia coincidencia entre ambos topónimos, que nunca ha sido explicada, resulta profundamente chocante y llamativa.
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