A veces, un número mal hecho acaba en tragedia. Y entonces es cuando más aplauden algunos
Hay dos tipos de carne de espectador: la que disfruta con el cosquilleo del engaño en el cerebro y la que no tiembla hasta no sentir la trepidación en el estómago. A este segundo tipo le da un poco más igual si el toro es mecánico, con tal de que el torero se arrime mucho. Es el atractivo del olor a muerte. Como casi todos los magos, Joseph W. Burrus (“El Increíble Joe”) llevaba un peinado que merecía castigo, pero no la muerte, el día de 1990 que quiso dar el gran salto a la fama.
Tomó impulso más bien hacia abajo y decidió intentar una versión aumentada del viejo truco llamado “Enterrado vivo”, que consistía en yacer bajo tierra, con las manos esposadas triplemente, el cuerpo encadenado y dentro de una urna de cristal acrílico fabricada por él mismo. La machada que mejoraba el truco original de su ídolo, el gran escapista Houdini, consistía en añadir cemento al manto de arena que le taparía. Mal visto: el peso excesivo del material de construcción chafó a partes iguales el truco y el ataúd transparente, y el infeliz nunca escapó, pasando a la triste fama de quienes no lo lograron. Cuando los asistentes al truco –incluidos sus hijos y esposa– se dieron cuenta de que el cemento ya sólido había roto la magia de la vida del Increíble Joe, ya era tarde, y una excavadora tuvo que ayudar a culminar el número.
Esto es más escapismo
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